jueves, 22 de mayo de 2008

Cuentos de otros tiempos


Esto escribía en el '94... poco antes de irnos a Japón, cuando recién salía a la luz el movimiento zapatista. (La foto la tomé de esta bitácora, desconozco quién es el autor: 
miutopia.bitacoras.com/ imagenes/indigente15.jpg)

El Viejo

En un inicio me llenó de confusión.  Su expresión  digna y  su mirada herida movieron algo en mí, despertándome del letargo de siglos. En su, de pronto evidente presencia, se me revolvían impulsos de arrojo y de temor.   Por alguna razón  despertaba mi interés y anticipaba nuestro hasta entonces, improbable encuentro.

 ¡No podía sacar su mirada de mi memoria!, ¡Dios mío esos ojos!... irritada, me daba cuenta de que me transmitían sentimientos desconocidos, ¡u olvidados quizás!.   El primer encuentro me tomó absolutamente por sorpresa.  Lo vi reflejado en el cristal de la puerta del metro, ¡esa mirada!.  Voltee sin discreción alguna, y me encontré su rostro arrugado de frente.  El desvió la mirada sin interés. Yo, absolutamente abochornada, fingí mirar al vacío mientras reflexionaba. 

Pero después de ese encuentro fortuito, vinieron muchos más.  Comencé a reconocerlo desde lejos, y parecía que él también reparaba en mi presencia, probablemente intuía mi interés. Incómoda, reprimí mi curiosidad, trataba de ignorarlo, pero me quedaba intranquila e inconforme.  Con cada encuentro me costaba más trabajo desviar el rumbo, y como una maldición, entonces, se volvió costumbre.  Descubrí que los encuentros no eran casuales, siempre habíamos compartido los mismos espacios, aunque antes sin reparar el uno en la presencia del otro; nuestros mundos hasta entonces habían estado desfasados por las circunstancias.

Me lo encontraba en mis recorridos por Avenida Reforma, en mis diarios viajes en metro, en los lugares menos esperados.  Parecía seguirme; sin ningún empacho se acercaba por sorpresa en cualquier lugar público, se me aparecía incluso si iba acompañada.  Ahora sí buscaba mi mirada, aunque permanecía en silencio. 

Me acostumbré a su presencia, terminé aceptándola como parte cotidiana de mi vida, y el permanecía cercano.  Mi incomodidad involuntariamente fue disminuyendo. Su aire nostálgico me contagiaba, y fue quizás por ello que comencé a entender su lenguaje desde lejos,  el de sus silencios, el de sus muecas permanentes, el de sus muy personales dialectos.

 No podía seguir ignorándolo, sentía necesidad de hablarle, ¡pero estaba aterrada!; de alguna manera intuía que podía significar un cambio radical en mi vida para el que no estaba segura de estar preparada.  Hasta que no pude contenerme, dejé de lado mis temores infundados y le hablé. 

En un inicio fueron frases cortas, muy planeadas, con miedo a estar errada, a excederme.  Pero su respuesta me dejó pasmada, parecía ansioso de hablar, de contarme, de lograr que lo entendiera; era un viejo de espíritu joven y aguerrido.  Las palabras salían de su boca atropelladamente, como si hubieran esperado siglos para hacerse escuchar.  Poco a poco nuestra comunicación creció; fue un proceso difícil, éramos tan ajenos que a veces las diferencias entorpecían nuestras interminables charlas.

La primera vez que le tendí la mano me miró incrédulo.  Después extendió su brazo y me dio una mano áspera de años de trabajo... pero sus ojos tenían una gran interrogación.  Tuve que armarme de paciencia para lograr transmitirle mi empatía, mi respeto, mi indignación por su pasado plagado de engaños y descalabros; solo quería hacerle sentir mi afecto auténtico, sin lástima, sin interés, por el solo placer de compartir su existencia y entenderlo,  eso le daba mayor sentido a mi vida del que jamás había tenido.  Compartíamos tantas preguntas sin respuesta,  que  un abrazo solidario era a veces la única manera de decirle que no estaba solo... fue hasta entonces que realmente aprendí a entenderlo sin prejuicios.  Mi indignación se volvió dolor... Me dolía  verlo fracasado,  víctima de la indiferencia, del vergonzoso determinismo de décadas de corrupción.

Un día,  como en una pesadilla, su rostro comenzó a transformarse... tomó de repente una expresión infantil, aunque no de inocencia, y se convirtió en el niño que se droga con cemento en un terreno baldío; en seguida su figura creció y se  volvió aquella vieja que me pide limosna, se disolvió de nuevo y tomó la forma del inválido que vende lotería, después la de la María con tres niños pernoctando bajo un puente, la del obrero con cinco hijos despedido, la del campesino urbano, la del joven tragafuegos, la de la indígena violada por el patrón, la del anciano jubilado haciendo una cola de 3 horas bajo el sol para cobrar su pensión, y finalmente la de millones de seres humanos sin esperanza, sin rostro, sin voz... pero con esa mirada inconfundible.

Su realidad me abruma... ya no puedo vivir sin mirarlo a lo ojos, y no puedo mirarlo a los ojos y seguir por la vida igual.   


Nota: Complementa esta lectura con un poema que me encanta de Rodrigo Tomas Tomás Duymee, colega bloguero, aquí. 

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