miércoles, 2 de julio de 2008

Colombia

Santuario de las Lajas, Ipiales, Colombia.

"Cuando seamos incondicionales ante la defensa de la vida y de la libertad
 de los nuestros, es decir, cuando seamos menos dividualistas y más 
solidarios, menos indiferentes y más comprometidos, menos tolerantes
 y más compasivos. Entonces, ese día, seremos la nación grande 
que todos quisiéramos que fuéramos"
Ingrid Betancourt
Radio Cooperativa
1/12/07

La primera vez que hice plena conciencia sobre la existencia de Colombia fue como a los quince años. Conocí a un médico de ese país que, mientras hacía su residencia en México, le tocó atender a mi papá, hospitalizado por una intervención quirúrgica. Jorge, se llamaba. Era muy simpático y platicador, y nos hablaba de cosas exóticas que teníamos que conocer de su amado país: Barranquilla, su lugar de origen; un guisado que juraba que era delicioso preparado con gallo viejo; por supuesto, el café que no cesaba de presumirlo, y no podía faltar, las esmeraldas, de las que me trajo una pequeña muestra montada en un anillito de oro cuando regresó de sus vacaciones. Le perdí la pista cuando, tras mucho insistirme para que aceptara salir con él, me enteré casualmente de que era casado. Fin del capítulo.

Más adelante llegaron los encuentros literarios: me enamoré de Gabriel García Márquez gracias a una recóndita sección de libros en español, de la biblioteca pública de la ciudad de Tsukuba, como a dos horas de Tokio, donde vivimos tres años gracias a una beca que otorgó el gobierno japonés a Bernardo para estudiar una maestría. Me devoré el libro extrañando la calidez de América Latina, la cercanía con que nos relacionamos, la música alegre y el temperamento tropical.  También en Japón conocí a una muy guapa mujer colombiana, casada con un japonés, que se dedicaba a escribir un libro de cocina regional de su país.

Mucho más adelante, hace unos tres o cuatro años, mi papá viajó a Colombia invitado por una amiga, y regresó fascinado con la hospitalidad de su gente, con los cafetales y también asustado y asombrado con las prácticas antiterroristas que le tocó presenciar, como la revisión exhaustiva de la cajuela o el chasis de los automóviles al entrar a un centro comercial, en busca de bombas escondidas.

En esa misma época Bernardo también comenzó a viajar, por su trabajo, por varios países de latinoamérica, y lo que me contaba de Colombia, me encantaba: "Bogotá es una ciudad con mucho estilo europeo y la gente viste con mucha elegancia." Una de las cosas que más le impresionaba -y que a mi me inspiró muchísimo- era el gran orgullo de su gente por su país, especialmente por lo "Hecho en Colombia". Yo lo comprobaba, encantada, con los regalos que nos traía Bernardo de sus viajes a Bogotá: una lencería hermosa, ropa interior coquetísima para mi hija, y los trajes más elegantes que hoy tiene en su ropero, por no mencionar el aromático café. Tenían toda una campaña para reafirmar ante el mundo y, supongo que principalmente ante ellos mismos, el valor de Lo Colombiano. A mis manos llegó "Delirio", de Laura Restrepo (fascinante), y por supuesto me unía con entusiasmo a los coros de Juanes y Shakira con su canción romántica y de protesta. Estaba encantada con el país. ¡Cómo se me antojaba conocer! 

Pero luego se atravesó en mi vida una persona de ese país que me hizo mucho daño. Y, desde entonces, debo reconocer, empecé a sentir una enorme aversión a todo lo que sonara a Colombia.

Para mi fortuna, recientemente encontré un rincón fascinante en internet, El Club Literario. Un espacio donde comparto letras, palabras y poesía con otros amantes de la literatura provenientes de muchos países del mundo. Como era de esperarse, entre los más activos se encuentran los colombianos. El primero en darme la bienvenida fue uno de ellos, Eduardo, quien por cierto se sentía muy cercano a México porque dos de sus hijas estudian aquí. Esos encuentros virtuales con sensibilidades tan cercanas a la mía, de nacionalidad colombiana, me han reconciliado con el país. Y me alegro.

Me alegro porque hoy, no podía resistirme, por más que lo intentaba, a celebrar. Hoy rescataron a Ingrid Betancourt secuestrada desde hacía seis años por las FARC. Con ella, también liberaron a otros catorce rehenes -de los aproximadamente 3,000 secuestrados por la guerrilla en ese país-.

La noticia me comovió, me hizo llorar mirar a esta mujer bajar por la escalinata del avión de las fuerzas armadas de Colombia y abrazar a su madre, tantos años después; me hizo llorar pensar en el encuentro con sus hijos; me hizo llorar el dolor que se veía en la piel de su rostro detrás de esa sonrisa; me hizo llorar pensar en lo que esto significa -aunque sean apenas unos cuantos de los muchos que faltan por rescatar- para la gente de Colombia, tan cercanos a México, tan hermanos de cultura... 

Me sentí miserable ante mi propia soberbia: rechazar tajantemente todo-lo-que-tenga-que-ver-con-Colombia por un par de personas... Y pensé en algo que siempre me dice mi papá: hay que separar las cosas. No puede estar mejor aplicado hoy.

Hoy, las separo. Hoy te celebro, Colombia, desde el fondo de mi corazón, con un deseo genuino de que la noticia del día, la liberación de esta mujer que se conviritó en icono de los secuestrados colombianos, sea un paso grande que acerque a ese hermoso país a lo que tanto anhela: la paz.








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