martes, 23 de septiembre de 2008

Estoy sintiendo la vida

Hoy tenía una cita con el pasado. Pero mi interlocutor, no llegó. Fue una lástima, porque tenía muchas ganas de ver en quién se había convertido ese aguerrido exgrafitero y buscador de mecenas, para esos artistas urbanos sin lienzo legítimo, al que conocí hace unos diez años. Tal vez ha cambiado tanto que no lo reconocí. Tal vez yo soy tan distinta que él tampoco me reconoció. Habremos de inventar un nuevo encuentro, pero el desencuentro de hoy fue una coyuntura inesperada que dio lugar a otro encuentro exquisito. Un encuentro con el presente, que me debía desde hace muchos años: una cita contigo.

Comenzó cuando me vi ahí, sola en la sala de té de Casa Lamm. Un lugar acogedor, con sillones rojos que invitan a acomodarse a leer. Pero no traía un libro. Así que, con la compañía de un perfumado té negro, saqué mi libretita y me puse a sentir... esta vez no estaba escribiendo, sino sintiendo con la pluma. Las palabras salían del cuerpo, como un impulso sereno, sin prisa y sin pausa:

"Hoy, el sol acaricia mi piel y sé que estoy viva por derecho propio, por convicción. Hoy, me rindo a esta vida, al placer de existir como soy. Hoy, me estremece el placer de vivir, de sentir en mi ser el cúmulo de tiempos y de historias que me han dado forma; de saberme con más claridad; de sentirme segura en mi piel; de expresar con mi voz verdadera cantos y palabras; de dejarme volar y gozar de mi vuelo de una. Mientras tanto, pasa indiscreto este aire que alborota mi risa, y que trae sutilmente tu presencia a mi vida."

En ese instante te sentí. Ahí estabas, haciéndole cosquillas a mi calma, invitándome a salir de ese cómodo y templado rinconcito, y pasear contigo por la exposición fotográfica de la India que nos esperaba, prometedora.

Y caminamos, escalera abajo hasta la entrada a ese mundo robado con la ayuda de un lente creativo. Imágenes cercanas en sentimientos, en espacios visitados, en miradas con intención familiar, en vuelos intensos de aves asiáticas; en silencios largos de ojos antiguos. Macacos, palomas, camellos; niños, madres, hombres, viejos, jóvenes, sonrientes y serios. Me dijeron tanto esas caras, esos paisajes lejanos, esa niña equilibrista, ese viejo apasible en medio del gran desierto.

Tarun Chopra me robó el alma con la foto de una mujer india en medio del mercado de camellos. Su sari escarlata ilumina el paisaje desértico, mientras carga con enorme elegancia a su pequeño, como de un año, quien entre tímido y asustado, toma leche del pecho al aire de su madre, y mira a la cámara con sus ojos enormes como noche obscura. (Si quieres verla, haz click aquí y busca la foto número 45/51). Cuando la vi ahí parada, frente a ese camello que tal vez vendía, que quizás fuera su único patrimonio, tan dueña de sí, con esa mirada fuerte y defensiva, tan bien parada en sí misma, se me inundaron los ojos. Vi su fuerza como un resplandor que salía de su centro, vi su pecho lleno para alimentar a su hijo, la vi protegiendo al bebé y tal vez también a una mujer más jóven a su espalda, más lozana, quizás más hermosa, más coqueta ante la cámara y, naturalmente, más temerosa. Y no más temerosa de la cámara, sino de la vida.

Te vi en ella. Reconocí en ese gesto de expresión tan dura tu fuerza; las marcas dejadas por la sal que han vertido tus ojos, y también por la aridez que han dejado tantos años de búsqueda incansable. Lloré por la belleza que podía ver en ello, por la que no vi porque no podía verla, cuando me encontraba cara a cara con esas mismas mujeres con diferentes rostros en ese viaje a India. Lloré porque supe que estabas ahí, en esa cara, y también en la otra. En la más jovencita, en la más inocente, en aquella que aún guarda ilusión en la mirada, añoranza que impulsa a tomar nuevos riesgos, un rostro al que no surcan todavía dolorosos cristales de desesperanza.

Y entonces lo supe a ciencia cierta. No eras una intuición, no eras un espejismo. Te sentí, compañera, te sentí en ese instante. En la completa soledad de esas paredes tapizadas de fotos, supe que estabas tú, habitándome hasta desbordarme; haciéndome temblar el alma; llenándome de ti, huidiza compañera. Estábamos a solas. Y por nada del mundo habría querido a nadie más a mi lado. Solas tú y yo, por fin. Tú conmigo. Yo, con mi propia compañía.






4 comentarios:

  1. Hace sólo unos meses sentí un gran vacío, irónicamente acababa de obtener un premio; recibí aplausos, diplomas, un cheque modesto y una hermosa rosa bañada con oro. Sin embargo amasé una nostalgia, era una espada sin filo, sin ganas de herir pero pronta a quedarse, rápidamente cruzó mi cerebro y llego a los latidos. Nada ajeno era culpable, era algo inherente a mi propia conciencia, a mi sed de agua arcana, al anhelo oprimido. Fueron pasando los días y amanecía con la espada, nadie notaba, ser prototipo de fuerza y empeño retira en los otros la gracia de un leve soporte. Recuerdo ese día, dudé en conducir hasta allá por dos horas para una entrevista de radio de sólo minutos, pero el camino ofrecía pensamiento y llanura lejana que al fin me pudiera matar la nostalgia. Llegué con mi rostro feliz como siempre, pues sé ser feliz aunque exista algún nudo. Ya para entonces el sol levantaba sus carpas; leí poesía, respondí preguntas, regalé poemarios. La entrevista se tornó en plática amena y se alargó hasta una hora. Entonces llegó la llamada cuando ya estaba a punto de irme, un operador alzó su mano y pidió me acercara. “Es una señora, pide hablar contigo” me dijo extendiendo el teléfono. La salude amablemente, me alabó sin merecerlo de una forma tan solemne que me hizo prometerle en el momento regalarle un poemario. Me dijo su nombre: Rosalidia. Anoté la dirección y salí hacia mi auto, fui a varios lugares, desde luego compré algunos libros, ya había iniciado la noche cuando decidí volver a casa, enfilé hacia la garita fronteriza y una vez que estuve en fila me dio por tomar la revista a mi lado, debajo se encontraba un poemario. Fue algo curioso porque tuve la certeza de que había tomado todos. Recordé a Rosalidia, pensaba cumplir mi promesa la próxima vez que volviera, pero súbitamente salí de la fila y saqué del bolsillo el papel con sus datos. Me llevó más de una hora llegar a su casa, toqué en la modesta vivienda, se abrió un intersticio y alguien asomó su rostro, estaba oscuro y la cadena estorbaba mi vista. Dije entonces que había prometido entregarle a Rosalidia un poemario, de inmediato cerraron la puerta y escuché que liberaban la cadena. Al abrirse de nuevo me dijo sin verme a los ojos: “Yo soy Rosalidia” Se disculpó largo rato por la molestia causada pero yo con voz firme y cordial le expliqué que era un placer compartir poesía. Entonces noté que era ciega. Me atacó un sentimiento sin rostro, la retrospección amarga de saber que estuve a punto de no presentarme ese día. “Soy ciega” me expresó con ternura. La tomé suavemente del brazo y le apreté entre mis manos la suya. Me percaté que lloraba, me ofreció pasar y una vez al sentarme en su mesa leí mis poemas, sus tinieblas se mudaban de refugio y pude ver en las gaviotas de sus ojos parvadas de yescas posarse en su rostro. Hablamos de Alberti, de Lorca, de Hernández, de muchos. Yo recité para ella un pasaje de Rulfo; ella me obsequió de su memoria un poema sublime: “El ruego” de Gabriela Mistral. Cuando sus hijos llegaron la vieron distinta, me saludaron con una querencia genuina al sentir el ambiente vibrando de estrofas y versos. Me ofrecieron café pero deseaba marcharme. Una hora y media después me encontraba conduciendo en el desierto, abrí la ventana y saqué la cabeza, el viento era fresco y una luna me invitaba a sus oleajes. Me desvié en un camino rural unos metros y apagué la marcha. Salí y observé las estrellas, su brillo lascivo, su innumerable lactancia. Evoqué entonces “El ruego”, a Susana San Juan recordando a su madre, evoqué mis ansias de escribir por siempre. Pensé en Rosalidia y le envié la visión a través del charshaf de lo etéreo. Sé que mi heraldo llegó hasta sus ojos, porque en ese momento caí en cuenta que la espada melancólica y vacía se elevaba a las estrellas y allá se encajaba en la noche perfecta.
    Lloré unos segundos, y qué importa si lloré más de un minuto. Estaba feliz y repleto de estrellas.
    Lo que te hizo llorar, Lilyán, vas más allá de tu leal valentía, es la humanidad latiente que obliga a expresar el espíritu libre. Tú y esa mujer en ese instante lograron trocar sus misterios, extrapolar infinitos, paisajes, idiomas, miradas. Ella salió de su inerme desierto, se alentó frente a ti y compartieron sus planos, ahora tú eres parte de ese marco que la envuelve, porque siempre estará en su mirada la joven bonita que la hizo invencible.

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  2. Fausto,

    Qué historia más conmovedora. Qué maravilla que la poesía pueda tender puentes tan firmes hasta con desconocidos. Qué impresionante que perdure hasta en la sangre pese a espadas sin filo, melancolías o éxtasis sin freno. Rara, muy rara vez algo es "ajeno a la propia conciencia". Solemos proyectarla en cualquier lienzo que se cruce en el camino, sea éste el ser amado, el ser odiado o el ser indiferente.

    Con la luz de sus ojos liberada por tus sueños, Rosalinda liberó también tu espada. Con los ojos valientes y el ceño hecho fuerza, la mujer del desierto liberó en mi una paz atrapada por miedo durante muchos años.

    Pero es cierto que ningún maestro llega si el alumno no lo aguarda con certeza. Podemos escuchar la palabra esperada, mirar la imágen más reveladora, o toparnos de frente con la verdad. Si no estamos listos para soltar la espada, el miedo o cualquier otro tipo de ignorancia, podemos esperar, como dice Gabriela Mistral "todos los crepúsculosa que alcance la vida".

    Saludos Fausto, ¡sigue visitándo mi blog!

    P.D. Sigo explorando a los contemporáneos.

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  3. llorar a solas, y acompañado de ti , ver tus lagrimas rodar en las mejillas y acariciar el dolor con ternura,dolor de ver quien eres y aceptarte, de verte con valentia a los ojos y aceptarte, llorar y doblegarte ante ti mismo y verte en el viento, en el sol,el cielo, la luna,verte que eres todo y al final verte que eres simplemente perfecto.

    Saludos Lilyan

    Aracely, Mty

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  4. Si Aracely, cuánto tiempo, cuánta vida, cuánto dolor cuesta quitarse el velo de los ojos y mirarse de frente. Cuánto miedo da asomarse al espejo y encontrar algo que no nos guste.

    Pero cuando al fin reunes el valor, y te asomas, sueles llevarte una agradable sorpresa: "Me gusto" Y entonces lo decides: desde hoy, estaré conmigo; desde hoy voy a darme todo mi amor.

    Felicidades por ser capaz de verte como eres, y amarte.

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