Algunos bosques son desiertos que despliegan estepas sin ecos. Se sienten tan largos, tan inacabables. Volteas hacia el cielo y se ve también inmenso; las nubes muy altas, lejanas. El viento limpiando el paisaje te deja asomarte, guiñándote un ojo, hasta el horizonte que persiguen tus pasos. Y te ves ahí, en medio de la nada. A solas. Sabiendo que es tuyo el camino que sigues, que tú lo elegiste, que quieres andarlo. Pero los segundos te juegan la treta de alargar su paso cual silbato de carbón al alba, delgado, larguísimo; cual lamento herido.
Tras la larga espera que no quiebra nunca ese silencio interno, anochece al fin. El cielo te obsequia un piélago de estrellas, te arrulla, te abraza, te regala el sueño. Te inunda la paz que no cuenta el tiempo: podría ser un descanso eterno o sólo minutos. No lo sabes, no te importa. Flotas relajada en el pozo infinito de la no conciencia. Descansas.
Hasta que la tibia caricia del día le devuelve el ritmo a tu pecho dormido. Cielo azul que anuncia un mejor intento.
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