Hoy mi amigo Mane me contó que atestiguó el ensayo del vals, con motivo de las bodas ¡de oro! de unos tíos. Cincuenta años caminando juntos y anoche, se miraban con ojos mágicos -dijo Mane-, aún enamorados, con ternura, con amor. Eso es todo lo que se necesita en la vida, eso es todo lo que buscamos de una u otra forma: ser amados.
Y si de algo tan simple se nutre la felicidad (tan simple porque todos buscamos lo mismo), ¿por qué será que tantos seres humanos, a lo largo de tantos años, seguimos en la misma búsqueda errando y volviendo a errar?
Yo voto porque el aprendizaje sea genético, hereditario. Y no justo lo contrario: repetición de patrones familiares destructivos. Y de alguna forma mi voto tiene lógica. Sí es posible heredarlo, enseñarlo. Sólo hace falta humildad, para reconocer los tropiezos, para identificar las creencias limitantes que enseñamos sin querer a nuestros hijos, y romperlas. Hace falta reconocer cuándo y en qué nos equivocamos, y aceptar que nuestras formas, nuestros caminos, nuestras historias, no son las únicas maneras de andar por la vida. Y confiar y darle confianza a los hijos, para que busquen sus propios senderos, para que inventen sus propias recetas, para que experimenten descubran que sí pueden ser felices escuchando a sus corazones y persiguiendo sus propios horizontes (aún si son horizontes que no nos incluyen).
¡Qué maravilla ver a un hijo que trata de volar y que lo logra! ¡Qué felicidad, aunque su vuelo eche al piso los castillos y estrategias que yo había construido para él!
Dejar ser y compartir los logros, la felicidad, la emoción de vivir, con nuestros hijos, es un gran regalo. Les obsequiamos con ello el don de la libertad, y su derecho a construir su propia vida con los tropiezos suficientes para aprender a vivir en plenitud.


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