Aquí no entra el ruido. Sólo se escucha el silencio del mar que ruge incesante. El coro a mil voces de su oleaje jóven en primera voz; de su oleaje antiguo en la segunda voz, potente y poderosa en sus estruendos. También se oye el sigilo cálido de los rayos de sol que rebotan sobre la argenta superficie del océano. Y el aleteo pianísimo de las aves, el vuelo en formación que cruza silente sobre mi cabeza como listón elegante ondulando al viento. Y luego está la arena, con su imperceptible murmullo de azúcar eterna, con su delicado salpicar de brillos y de sombras. También calla la luna en este espacio: se asoma discreta e imprudente, antes de que parta el sol con mudo burbujear hundiéndose a lo lejos. Y alcanza todavía a guiñarle un ojo. Sus miradas de fuego y plata colisionan, y aturden a los cielos con su clímax amoroso de cero decibeles.
Yo, escucho el silencio embelesada. Me dejo envolver por él, me dejo hipnotizar con su vaivén y suspiro en secreto. No quiero interrumpir la sinfónica armonía del mar a solas. No quiero interrumpir sus gritos que no suenan. No quiero ser el ruido que rompa su grandilocuencia de silencios altos.
Aquí no entra el ruido... sólo entro yo, y miro casi sin moverme esta playa intensa. Entro yo, que soy ruido -pero aquí, en esta playa junto al mar que es mío, soy espuma que calla.
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