Silencio. Aquí carezco de silencio. Mi balcón tiene vista al mar, pero muy a lo lejos. Antes de llegar al añil inquieto está el concreto. Un libramiento transitado por camiones de carga que pasan a toda velocidad, autobuses de pasajeros, automóviles que suenan como si fueran supersónicos, luces de comercios, movimiento perpetuo –como el mar, pero diferente.
Luego hay una franja de silencio, pero no la alcanzo a escuchar. Se trata de una selva cocotera. Palmeras altas, esbeltas, flexibles... ¡resilientes! ¡hermosas! Hay miles de ellas como si se tratara de un ejército protegiendo a su Rey, el mar. Lo ocultan con su verdísimo follaje susurrante, con su cerrado tejido de palmas y su cortina de canto de grillos que se parece al silencio, con su obscuridad de bosque, con su negrura nocturna –como el mar, pero diferente.
Después viene la “civilización”. Una enorme franja de edificios supermodernos, tapiz de ojos iluminados que contienen vidas humanas inimaginables; o de párpados cerrados, ciegos de historias en este presente de temporada baja, hoyos negros en el conglomerado de Gran Turismo que me tapa el paisaje marino, que me tapa la puesta de sol y el crepúsculo de audacia inusitada. Multitud de concreto, de claros y de obscuros, de colonias de vidas o de inanimados –como el mar, pero diferente.
Y allá, atrás de estos tres telones, está el mar. El mar y sus silencios, el mar y sus susurros, el mar y sus rugidos, el mar y su inercia de tierra giratoria, el mar, mi mar oculto, mi vista al mar robada por las paredes que, ésta vez, no ocupo. Y caigo en cuenta: ¡qué mar tan privado! ¡qué inaccesible mar! Él gime molesto ante mi queja, pero yo no lo ecucho. Sólo escucho el silencio más urbano, el de la carretera que no calla, pero que cubre el canto de los grillos, el silbar del viento entre palmeras, y su acuoso silencio, el de mi mar.
Y luego pienso en el desierto, y ese silencio de arena y de estrellas que me describió la otra mañana Luis, un experto en silencios y en desiertos. Va para ti, mi querido Luis.
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