imágen tomada de www.descubrebajacalifornia.com
¡Qué caminos me tocó caminar esta ocasión! Los del Norte, nada más y nada menos. Desde la ventanilla del avión pude identificarlo. Ahí estaba, con su silueta inconfundible prometiéndome experiencias totalmente diferentes, nunca antes vividas; ahí estaba, con su esbelto perfil emulando al horizonte del poniente en plena puesta de sol; ahí estaba, coquetéandome sin ningún pudor desde sus desiertos, sus playas, y su caprichosa orografía a veces de terrón de azucar, a veces de polvorón. Ahí estaba, esperándome, el Norte.
Conocí la ciudad más plana que he pisado nunca, y también la más baja y cálida según dice la leyenda (aunque a mí me tocó fría). Una ciudad extendida en la planicie fronteriza del noreste de la Península de Baja California. Su capital: Mexicali. Su nombre me provoca una sonrisa, suena alegre, como a fiesta, como a México contento. Y así es su gente también, desenfadada, fiestera (o como dicen allá, bohemia), bailadora, franca y directa. Cachanillas, se dicen a sí mismos los mexicalenses con gran orgullo. Pero lo dicen con ese acento tan dulce que suaviza las palabras, de forma tal que terminan siendo "Cashaniyas".
También fui más allá del Centinela, una montaña que parece vigilar con valentía a Mexicali, y llegué hasta un lugar que tenía muchísimas ganas de conocer, la Playa de San Felipe. Había opiniones encontradas sobre ese lugar, a algunos les parecía un lugar sin chiste. Pero yo tenía ganas de ver ese fenómeno tan peculiar de la región, en el que las mareas son tan fuertes que durante varias horas durante el día, el mar se retira hasta varios kilómetros y deja de pronto una playa inmensa, inacabable a nuestros pies, para luego regresar tan pacíficamente como se fue, poco a poco, a su nivel habitual. Así pues, caminé la playa abandonada por el mar, y tan asombrada como acostumbradas estaban las aves que me rodeaban -muchos pelícanos y gaviotas-, observé pescados muertos, colonias de caracoles, y hasta una pequeña mantaraya abandonada a su suerte por el agua que se alejó sin tregua. Esa playa me dio también el placer de columpiarme, como tenía años de no hacerlo, en unos columpios de madera frente al mar... ¡qué delicia!
Y de ahí, ¡a Ensenada! No había quer perderse el carnaval. Ensenada me gustó mucho. Es una ciudad bonita, orientada hacia un mar imponente que recibe grandes y lujosos trasatlánticos, al tiempo que ostenta unas gruas inmensas que contrastan con la belleza del paisaje de playas y acantilados.
A Ensenada fui porque quería conocer la ruta del vino. ¡Y se me hizo! Fue un viaje relámpago, pero fructífero. Qué belleza de cielo estrellado; qué lindos se veían los viñedos aún siendo época de poda en que no están tan verdes ni frondosos; qué generosidad la de "la gente del vino" que te abre las puertas de su cava y te deja asomarte al fascinante mundo del vino y su proceso, sus rituales, sus historias, su aventura bicéfala de ser, al mismo tiempo, un producto sofisticado en su elaboración, y un producto artesanal, cercano a la tierra y a los seres humanos que ayudan a la vid a tornarse en esa bebida sagrada para muchos.
Aprendí cosas interesantes, como que los vinos bajacalifornianos tienen calidad mundial, y todavía tienen potencial para ser mejores; aprendí que en esa región hay cinco valles vitivinícolas principales, y que cada uno tiene un carácter único y diferente. Aprendí que vitivinícola es el adjetivo que se le da a las casas de vino que tienen a su cargo el proceso de elaboración del vino desde la siembra de la vid (viti) hasta el producto final embotellado (vinícola). Y que también hay casas que son sólo vinícolas (las que compran la vid, pero no la siembran). Aprendí que aunque muchas personas que disfrutamos el vino y vamos poco a poco aprendiendo a apreciarlo solemos sentirnos muy orgullosas cuando finalmente somos capaces de diferenciar entre el sabor de un Cabernet Sauvignon y de un Merlot, los que de verdad saben de vino, aquellos involucrados en su elaboración, se vuelven totalmente humildes ante una de las verdades más difíciles de aceptar por el hombre: que no tenemos nada bajo control. Resulta ser que los enólogos, por ejemplo, tienen perfecta consciencia de que no depende de ellos que su vino salga maravilloso, sino principalmente de la naturaleza que decidirá la cantidad de agua que habrá en la temporada, la calidad de la uva que los agricultores podrán cosechar y --pese a toda la alquimia de estos expertos en el milagro del vino--, el resultado final en el sabor del vino de un determinado año. Me encantó escuchar a la anfitriona de Vinisterra, Agnés Cameleyre, decir: "no hay mal vino, hay vino de diferentes precios, y para diferentes presupuestos" y también para distintos paladares... en esto no hay reglas. ¡Me gustó su visión! Como europea ella está acostumbrada al consumo del vino de manera cotidiana, y aunque sabe que el sabor del vino de la comida diaria es distinto al que puede tomarse en una ocasión especial, puede apreciar ambos sin ninguna pretensión. Buena enseñanza.
Y bueno, con todo el pesar de mi corazón, justo como en esta nota, abandoné la ruta del vino para maravillarme con la impresionante carretera escénica que va de Ensenada hacia Tijuana, pasando por Rosarito, y todos los pueblos playeros que miran al océano Pacífico. La desviación hacia Tecate me alejó del mar, mi mar... ¡pero me llevó a Tecate! Un Comala empedrado, un pueblo que parece habitado por el viento, un lugar hechizado y árido, sembrado de rocas gigantescas y arena que no acaba... ¡Hermoso Tecate! Y de ahí, tras la obligada parada para comprar pan de Tecate y comer tacos al vapor (¡qué ricos!), de repente me vi rodeada de uno de los paisajes más peculiares que he visto en mi vida: la Rumorosa.
Imaginen estas montañitas que hacíamos de niños amontonando la grava de colores... así es esa sierra escarpada de la Rumorosa. Montañas de piedras sobre piedras que parecen terrones de azucar derritiéndose a lo lejos... hermosísimos paisajes de horizonte caprichoso que a veces se confunde con el cielo nublado, extensiones enormes de desoladas piedras que parecen querer caer encima de la carretera pero que permanecen inmóviles mirándote desde lo alto. Un camino fascinante. Ya no hubo tiempo de detenerme en las pinturas rupestres, pero a cada curva podía adivinar figuras y muecas en todas las piedras. Y el rumor... el rumor de la Rumorosa susurrándome al oído con el viento un adiós... hasta la próxima.
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