domingo, 25 de mayo de 2008

No era una leyenda

Foto de Alejandra Flores Meneses

Me encanta el mole. Especialmente el mole de mi abuelita que siempre había sido para mí toda una leyenda. Desde niña escuché decir que ella lo hacía desde cero: desvenar los chiles, asarlos; dorar el ajonjolí, las almendras; moler la canela, el chocolate; y mezclar un montón de ingredientes hasta obtener esa misteriosa salsa entre picante y dulce que tanto nos gusta en México. Me la imaginaba perfecto, en una imagen sepia, sentada junto a un fogón, frente a una gran mesa larga, limpiando los ingredientes, manejando el metate, y llenando una gran cocina del aroma exquisito del mole de mi infancia.

Cuando murió mi mamá, y poco después su hermana, que era la que seguía haciendo el mole de mi abuelita-, llegué a pensar que la receta se había perdido. Incluso llegué a tener la descabellada idea de pedirle a mi tía que me dictara la receta cuando ya estaba muy grave. Claro que no lo hice… no me parecía adecuado.


 El caso es que este fin de semana, otra de las hermanas de mi mamá me enseñó a hacerlo. ¡Apenas puedo creerlo! No era una leyenda. ¡Se pueden hacer esas cosas! Fue increible la experiencia. Desde ir de compras: era evidente que no tenía la menor idea de las cantidades. Cuando mi tía me dijo 4 kilos de chiles, pensé que eso era mucho, así que me llevé una bolsa de tela grande para cargarlos. Me entregaron tal cantidad de chiles pasilla y mulato, que habrían podido llenar ¡tres cuartas partes de un costal! Y todavía faltaba todo lo demás. 

Eramos seis manos: mi tía, mi hermano y yo (y las manitas de mi Sabi un rato). Tardamos 10 horas preparándolo, y terminamos ¡exhaustos! Todavía faltaba llevarlo al molino. Eso lo hicimos hoy… y por supuesto, también nos lo comimos ¡Qué deleite!

 El proceso fue toda una experiencia. Yo, que no soy muy asidua en la cocina, disfruté enormemente la inundación a los sentidos. El aroma de los chiles al desvenarlos era irresistible. El color de las almendras al dorarse, era como para tomarles foto. El sonido del ajonjolí dando brinquitos en el sartén, ¡tan alegre! Y la sensación del polvo color caoba, tibio al salir de la molienda, me llenó los dedos y el corazón de un amor histórico.

Su aroma perfumado me recordó a mi abuela cuando yo era niña; me trajo a la mente las historias que contaba mi mamá de la primera vez que lo comí a los tres años; me transportó al día de fiesta posterior a mi boda en que Bernardo y yo desmenuzamos el pollo para el mole que alimentaría a todos los invitados que ahí se amanecieron; me regaló un viaje al pasado cercano, el vivido por mí, y también al lejano –el de las historias familiars que escuché y las leyendas que imaginé--.

¡Cuánto pueden regalarnos los sentidos exaltados por el ritual de preparar comida! Supongo que si cocinara diario, ya lo habría olvidado. Pero como esto fue todo un acontecimiento, se convirtió en uno de los mejores regalos que me han hecho en los últimos tiempos. ¡Gracias tía Espe, por compartir la leyenda, la receta, el tiempo, la charla, el amor! 

1 comentario:

  1. Que hermosa historia que relatas!
    Llena de cálidos recuerdos y sensaciones.
    Lástima que nunca haya probado el mole.
    Saludos!

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